Por José L. González Estoy convencido que el machismo y el matriarcado, patrones familiares típicos de nuestra cultura, son tóxicos. Ellos constituyen la principal causa de la infelicidad conyugal que enferma a muchos de nuestros hogares, condenándolos a la disfuncionalidad familiar. Los hijos criados en tales hogares tienden a sufrir deformaciones emocionales (y espirituales) que no son evidentes sino hasta mucho después en su vida. En la escuela del hogar aprenden conceptos errados sobre el propósito y la conducta de la autoridad y del amor. En lugar del ser la evidencia de la protección amorosa de Dios, la autoridad está representada por el abuso arbitrario y egoísta del prójimo para la propia satisfacción. Y en lugar de ser el desprendimiento que da su vida por el bien de otro, el amor parece ser la manipulación egoísta de las emociones que genera codependencia y facilita el control. Nuestros hijos, víctimas inocentes de nuestra debilidad, aprenden de nosotros desde su más temprana infancia, no solo a hablar, sino también a pensar y a vivir, para daño suyo y desmedro de la siguiente generación. A su vez, estos patrones, inculcados por el trato, el ejemplo y la instrucción de los adultos desde que nacen, son el reflejo de la cosmovisión semi-pagana de nuestra cultura, que enseña, justifica y refuerza el abuso y el engaño. Porque, desde hace siglos entronamos y acariciamos “ídolos” culturales, tales como una falsa hombría y una maternidad manipuladora, despreciando la clara enseñanza bíblica del amor al prójimo. |
José L. GonzálezFundador y presidente de Semilla. Ha dictado conferencias y enseñanzas en diversas universidades e institutos en América latina y los EE.UU y es además el primer egresado latinoamericano de la Regent University en Virginia, EE.UU. Archivo
Noviembre 2015
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