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Machismo y Matriarcado: una guerra por el poder

11/28/2015

1 Comentario

 
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Él para que se haga lo que él quiere
Ella para que él haga lo que ella quiere

Así tratamos, hombres y mujeres, de compensar por nuestra identidad dañada.
A partir de Adán y Eva, somos huérfanos inseguros, separados de nuestro Padre.
El origen universal de la infelicidad humana fue la desobediencia de Adán y Eva a Dios.  Su pecado original sujetó a la humanidad a la influencia del espíritu rebelde, logrando separarnos de Dios, nuestro Padre y colocándonos a la merced de un “padrastro” inmisericorde. 
 
La primera consecuencia del primer pecado fue que el “desamor” se anidó en ellos, un egoísmo que todos heredamos y que nos lleva a considerarnos, cada cual, superior a los demás.  Esto es especialmente trágico cuando un hombre y una mujer tratan de amarse, pero no renuncian a su egoísmo natural; el resultado es una verdadera “guerra por el poder.”
 
Esta guerra por el poder comienza en el matrimonio, tal como nos lo revela Génesis 3:16.  En ese versículo Dios les anuncia a Adán y Eva cuál será la consecuencia de su desobediencia para su relación matrimonial: “Tu deseo será para tu marido y él se enseñoreará de ti”. 
Para comprender plenamente el sentido de esta sentencia, es compararla con un texto idéntico que encontramos en el próximo capítulo, Génesis 4:7.  Allí, Dios advierte a Caín que el pecado desea dominarlo, pero él debe de imponerse sobre la tentación: “El pecado está a la puerta; su deseo es a ti, pero tú debes controlarlo.” 
 
Así descubrimos que a consecuencia del pecado en su matrimonio es ella va a querer controlarlo (lograr que él haga lo que ella quiere) y él va a querer dominarla, (exigiendo que ella lo sirva a él).  Las consecuencias de ese engaño y prepotencia, que aprendemos de nuestros mayores en la más temprana infancia, se manifestará en todas las demás relaciones e instituciones de la sociedad.
 
Este patrón es universal, ya que Adán y Eva fueron nuestros primeros padres, y por tanto todos hemos heredados las consecuencias de su pecado.  Pero, desgraciadamente nuestra cultura hispanoamericana ha exaltado esos patrones de conducta, convirtiéndolos en modelos culturales de hombría, de cómo ser un varón y de cómo ser mujer.  Somos conocidos en todo el mundo como sociedades donde abunda el “Machismo”, el dominio de la mujer por el hombre y el “Matriarcado”, el gobierno de la mujer. 
 
Entre nosotros, el varón se siente simplemente superior a la mujer, con derecho a usarla.  Si ella se niega y no “se deja” usar, la acosa, la seduce o la amenaza, cualquier cosa para obligarla a hacer lo que él quiere, llegando hasta la violencia física si es necesario.  Por su parte, la mujer se considera enteramente justificada en usar todos sus atributos, físicos y psicológicos, para influir, manipular y prevalecer sobre el hombre, terminando, si le es posible, controlándolo.
 
Él hace un uso indebido (abuso) de un poder que le ha sido dado como cabeza, para que pueda cumplir con su deber de servir a su familia.  Debidamente entendido ese poder le requiere mayores responsabilidades, pero que según él, le da “mayores derechos” no “que ella” (eso sería competir) sino “sobre ella.”  El cree que la mujer existe para él, para servirlo, para complacerlo, para hacer lo que él le diga. 
 
En cambio, la mujer “compite” por el poder con él, haciendo uso indebido de las herramientas que Dios le dio a ella para que pueda cumplir bien con su llamado de ser la “ayuda idónea” de su marido.  En cambio, el pecado la vuelve en un cómplice de su debilidad (aceptando pasiva o activamente su machismo), o en una competidora (como la feminista que se rebela contra la opresión, no para bien de él, para que madure, sino para que ella también pueda hacer su propia voluntad, como él).
 
El desgraciado fruto de este engaño colectivo de nuestra cultura, suele ser que ambos terminan “saliéndose con la suya”, carnalmente hablando.  Se controlan y dominan mutuamente, con todos los conflictos que esto inevitablemente ocasionan.  Peor aún, ambos son profundamente infelices, porque sus relaciones contradicen el Pacto (el ordenamiento divino para las relaciones humanas, modelado en la Suya con nosotros). 
 
Trágicamente, ellos condenan a sus hijos a repetir ese infortunio de generación en generación.  Su conducta, deshonesta e innoble, inculca inconscientemente esos patrones en los pequeños, para quienes son las “normas”, lo normal.  Los niños aprenden temprano que “así es la vida”.  Ellos aprenden a hablar, a pensar y a vivir, observando cuidadosamente a sus mayores, a quienes imitarán en su propia vida.  “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.”  (Proverbios 22:6)
1 Comentario
Pedro Monterroso
6/3/2018 12:00:21 am

Que valioso aporte. Muy acertado y bibliocentrico punto de vista. Muchas gracias. Bendiciones.

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    José L. González

    Fundador y presidente de Semilla. Ha dictado conferencias y enseñanzas en diversas universidades e institutos en América latina y los EE.UU y es además el primer egresado latinoamericano de la Regent University en Virginia, EE.UU.

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